Es fácil apelar a sentimientos universales. Reclamar para uno mismo el nombre de sabio, de justo, de virtuoso, de mártir.
Es fácil retorcer el significado de las palabras, ocultar hechos y tergiversar historias. Sentirse diferente, y superior, basándose en argumentos falaces.
Es fácil apelar al rencor, al miedo, a la envidia, a la ignorancia. Marcar a fuego a los otros con etiquetas que les denigren y justifiquen nuestro desprecio.
Es fácil decirle a la gente lo que quiere oir, y dejarse aclamar, y lisonjear por ello.
Es fácil, y no es honesto.
No estamos aquí para convencer a nadie, para que nos idolatren, ni para pastorear ovejas que nos sigan ciegamente.
Estamos siguiendo un camino, y aquellos que se nos unen y caminan a nuestro lado un trecho, corto o largo, no son nuestros discípulos, sino nuestros iguales.
Cuando damos, recibimos otro tanto. Cuando enseñamos, aprendemos. Nuestras palabras no son la Ley, ni la Verdad, porque ley y verdad se escriben con minúsculas, y son específicas para cada instante, cada lugar, cada persona. Y cada persona debe aprender cómo actuar, en cada instante y lugar, con los datos y las habilidades de que dispone, no ceñirse a una Norma impuesta y nunca razonada.
No hay nada absoluto, porque el mundo está en perpetuo cambio. Creer que siempre tendremos razón es un grave error. Subirse a un púlpito a gritar lo buenos que somos y lo malos que son los demás es una insensatez. Utilizar las palabras como arma es un abuso intolerable.
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