miércoles, 29 de febrero de 2012

Caminando por el arcén

Estaba leyendo el otro día un artículo sobre cine independiente, el llamado cine de autor (como si las otras películas no tuviesen autores), cuando encontré una metáfora que me sorprendió por lo aplicable que era al mundo del paganismo.  Lo que muestra, una vez más, que todo es uno, y que nunca se sabe dónde y cómo puedes aprender algo nuevo.
Luego me di cuenta de que si esa comparación era aplicable, no sólo al cine y a la espiritualidad, sino también a muchas otras cosas, es porque la actitud a la que se refería es un fenómeno común en la sociedad actual, esa especie de necesidad que tienen muchos de desmarcarse, de considerarse a sí mismos diferentes, separados de la masa o el rebaño, entidades amorfas que, por supuesto, son todos menos uno mismo, o menos uno mismo y la gente a la que otorgamos unilateralmente, y como por cortesía, la consideración de ponerles a nuestro mismo nivel.

¿Nunca habéis visto una de ésas películas cuya campaña se basa básicamente en pretender ser alternativas, rompedoras, o impactantes... y que luego resulta que se hacen tremendamente famosas y quienes las defendían empiezan a tacharlas de "comerciales"? ¿Nunca habéis oído a alguien hablar de una película o un grupo musical remarcando, antes de nombrar su calidad o lo que le gusta de ellos, que se trata de algo poco conocido, como si eso fuese un punto (y grande) a su favor?

Ocurre cada vez más, en todos los ámbitos, a todos los niveles. Junto a los que realmente apoyan, hacen o creen algo porque han llegado ahí, paso a paso, por sus propios medios, siguiendo vagas señales, cribando,  reflexionando, convenciéndose racional y emocionalmente y siendo consecuentes con su decisión pese a las pegas que pueda traer consigo, hay otros muchos que simplemente creen que ser distinto equivale a molar más.
Veganos y crudívoros, votantes de partidos minoritarios, góticos y emos, fans de lo "natural" y lo "alternativo", frikis y geeks, budistas y paganos... los diletantes se distinguen fácilmente: son los que llaman constantemente la atención sobre sus ideas y sus actos, los que tratan de convencer a los demás de las bondades de su forma de vida e incluso convertirles, a veces llegando a acusar a quien no hace lo que ellos, de parte de (o todos) los males del mundo. Porque su postura, sus acciones, no tienen valor intrínseco, se definen de forma relativa por mero contraste con los de la mayoría.

Se trata, una vez más, de la clásica dicotomía del ser contra el aparentar. ¿Por qué, si no, fingimos que nuestro camino es diferente, cuando es el mismo? Caminamos por el arcén o por la tierra apisonada al borde de la autopista, mirando por encima del hombro a los "pobres borregos" que la recorren en sus coches, cuando, puestos a llegar al mismo sitio, al menos ellos llegarán antes, y se darán cuenta, mucho antes que nosotros, de que no valía la pena cuando ése sea el caso. Aprenderán la lección que les toca, mientras nosotros nos creemos muy alternativos por ir a pie, avanzando lentamente, sin llegar nunca a donde se supone que queríamos ir, porque lo que nos motiva es el mero hecho de alardear de estar yendo por un camino diferente al de los demás.
Avanzamos en zig-zag, para sentir que no estamos dirigiéndonos al mismo sitio que el resto, pero nuestra trayectoria, en conjunto, es exactamente la misma que la de la gran mayoría de la gente, sólo que queremos creernos que no. Asumámoslo, por ir picoteando aquí y allá, no estamos probando algo diferente. Sólo estamos, si acaso, coqueteando con lo exótico, probando platos nuevos sin más razón que su mera novedad, para luego dejarlos o desvirtuar su significado al encajarlos a patadas en una filosofía, un ritmo de vida y una cultura que los vacía de todo significado y los deja en mera forma.

Al hacer eso, nos estamos engañando, creyéndonos mejores, superiores, a los que por lo menos son lo suficientemente honestos para reconocer que no necesitan nada más que lo que conocen y que aquello que les han enseñado o han visto desde siempre es lo bastante bueno para llenar su vida y hacerles felices. Ni siquiera se trata de ir para volver, alejarnos de lo que hemos tenido siempre frente a nuestras narices para poder dotarlo de una nueva perspectiva y aprender a apreciarlo. No queremos dar valor a lo que ya tenemos y conocemos, al contrario, queremos despojarlo de él. Nos alejamos para juzgar con acritud, para hacer burla y para sentirnos superiores, porque queremos creer que despreciar algo nos coloca automáticamente por encima de ese algo. No hay interés, no hay aprendizaje, no hay perspectiva, no hay riesgo, no hay valentía. Sólo una pose, una excusa para reafirmarnos. Soy distinto, ergo soy mejor. Pobrecillos los demás, miembros de la masa indiferenciada, que no conocen ni comprenden lo que me hace especial.

Como dije, el "ser diferente" no puede tener valor propio, ya que se define en relación con otro conjunto, en lugar de por sí mismo. Así que si pretendemos asignarle un valor, debemos juzgar a los demás, para destacar sobre ellos. Y eso nos convierte en dogmáticos, engreídos, intransigentes etiquetadores, que se creen con derecho a marcar una escala y asignar lugares en ella. Cuando lo que deberíamos estar haciendo no es medir, sino avanzar, y disfrutar de la senda y todo lo que nos ofrece, y centrarnos en superar los obstáculos, cosa para la que, dicho sea de paso, nunca viene mal un poco de ayuda. La diferenciación con respecto a los demás no es una cualidad en sí misma, y desde luego, no es lo que deberíamos centrarnos en buscar. A veces ocurre que se deriva del camino que nos toca seguir, pero siempre debería ser un efecto secundario, y no un objetivo, sino algo colateral. Todos los seres humanos somos absolutamente distintos para cierto valor de identidad, igual que somos absolutamente idénticos para otro cierto valor. Lo importante es buscar nuestro propio camino, el que debemos recorrer cada uno, a nuestro ritmo, con todas sus curvas, sus baches y sus encrucijadas. Tal vez resulte que otras personas, incluso muchas, comparten un tramo con nosotros, que avanzamos en la misma dirección y el mismo sentido durante un tiempo, a lo mejor hasta un largo tiempo. Y eso debería ser motivo de alegría, no de mofa ni de desprecio.

No debería importarnos cómo de transitado es nuestro sendero, sólo que es el nuestro. Y quienes nos acompañen, por numerosos que sean los que caminen a nuestro lado, deberían ser, siempre, bienvenidos.

viernes, 3 de febrero de 2012

[En otras palabras] La vista, el tacto

Siguiendo el camino de la luz naciente, dejándome invadir por la claridad, de dentro hacia afuera, hasta que mi propia vida se derrame en luz.

LA VISTA, EL TACTO
A Balthus

La luz sostiene —ingrávidos, reales—
el cerro blanco y las encinas negras,
el sendero que avanza,
el árbol que se queda;

la luz naciente busca su camino,
río titubeante que dibuja
sus dudas y las vuelve certidumbres,
río del alba sobre unos párpados cerrados;

la luz esculpe al viento en la cortina,
hace de cada hora un cuerpo vivo,
entra en el cuarto y se desliza,
descalza, sobre el filo del cuchillo;

la luz nace mujer en un espejo,
desnuda bajo diáfanos follajes
una mirada la encadena,
la desvanece un parpadeo;

la luz palpa los frutos y palpa lo invisible,
cántaro donde beben claridades los ojos,
llama cortada en flor y vela en vela
donde la mariposa de alas negras se quema:

la luz abre los pliegues de la sábana
y los repliegues de la pubescencia,
arde en la chimenea, sus llamas vueltas sombras
trepan los muros, yedra deseosa;

la luz no absuelve ni condena,
no es justa ni es injusta,
la luz con manos invisibles alza
los edificios de la simetría;

la luz se va por un pasaje de reflejos
y regresa a sí misma:
es una mano que se inventa,
un ojo que se mira en sus inventos.
La luz es tiempo que se piensa.

Octavio Paz