miércoles, 20 de julio de 2011

Encauzando

Las relaciones humanas, de cualquier tipo, son frágiles. Cambian, se intensifican o debilitan, acaban por no parecerse en nada a lo que pretendíamos, y originándose cosas que no esperábamos. También se acaban, pese a nuestros esfuerzos en sentido contrario, o permanecen en nuestras vidas como una pálida sombra de lo que eran, porque nos negamos a reconocer que se han convertido en un lastre.

Entonces, ¿por qué nos empeñamos en convertir esas relaciones en los cimientos de nuestra vida? ¿Por qué nos definimos a nosotros mismos según lo que los demás ven en nosotros, o lo que deseamos que vean? ¿Por qué ese intento constante de presentarnos favorablemente a los otros? ¿Por qué esa búsqueda de alguien con quien compartir mucho antes de tener siquiera algo que compartir?

Las relaciones se parecen más a un río que a un árbol; nosotros podemos encargarnos de excavar y mantener el cauce, quizá hasta orientarlo, pero el agua fluye libremente, y puede secarse, desbordarse, crear nuevos cursos, salirse por completo de nuestro control. Y a eso no podemos enfrentarnos arrojándonos al fondo para tratar de contener la corriente entre los dedos. Tampoco empeñándonos en construir un canal, de altas paredes forradas de hormigón y potentes esclusas, con el que contener el agua y que vaya exactamente por donde nosotros queremos y con el caudal que queremos.
Nuestra labor es mantener la ribera en buen estado, y comprender que las otras personas son individuos, que no van a actuar como nosotros deseamos, sino que siguen sus propias motivaciones y sus propios impulsos.

Mientras más completos seamos en nosotros mismos, más firmes serán nuestras orillas, y más capaces seremos de adaptarnos a los cambios, sin temerlos, sino aceptándolos y cambiando con ellos.
Y, si el manantial se seca, o la inundación lo anega todo, podremos llorar por el agua derramada, sí, pero después sabremos cómo empezar a construir nuevos cauces, más seguros, más flexibles.