A veces me da la impresión de que el ser humano no entiende de mesura. Si algo nos disgusta nos lanzamos, sin pensarlo siquiera, al extremo opuesto. La chica que ayer tenía una relación rígida y formal hoy tontea con todos, el hombre que ayer fumaba hoy grita a todo el mundo los males del tabaco, el niño al que obligaban a ser gentil y cortés se vuelve con la edad malicioso y cruel.
Con la wicca pasa algo parecido. Porque una religión no es algo sobrenatural e inaccesible, es una creencia que cada persona lleva dentro, y por tanto, se rige por las mismas normas que el resto de nuestros pensamientos y acciones.
Así que tenemos dos extremos:
Por un lado, los wiccanos “en el armario”, que llevan su religión en secreto, hacen sus rituales a escondidas, y no se atreven a decirle a nadie, ni siquiera a su familia ni amigos íntimos, que son paganos. No digo que sea malo. Hay veces que, simplemente, las personas que nos rodean tienen unas ideas preconcebidas muy asentadas, y no desean ver que una persona a la que quieren toma un camino que no les parece adecuado. No voy a entrar en hasta qué punto llega a ser disfuncional una relación familiar, de amistad o de pareja en la que no hay la comunicación, la sinceridad y la comprensión necesarias para conocerse a fondo unos a otros y aceptarse, porque muchas veces esas estructuras no pueden cambiarse, y, al fin y al cabo, siguen siendo nuestros seres queridos. Soy de la opinión de que una verdad desagradable es mejor que mil mentiras piadosas, y que si alguien no te acepta como eres, no merece tu aprecio, pero comprendo que hay muchas circunstancias individuales, y para algunas personas quizá sea mejor callar.
Pero luego tenemos el otro extremo: Los wiccanos que alardean de serlo en cualquier ocasión. Curiosamente, muchos de ellos ni siquiera conocen a fondo lo que representa la wicca; acaban de leer dos libros sobre el tema, y se han iniciado a tontas y locas con algún ritual que encontraron por internet, o se han juntado cuatro amigos adolescentes que “no encajaban” y han creado un coven como los niños de los libros de Enid Blyton creaban un club secreto. Llevan pentáculos que se ven a cien metros de distancia, y no paran de hablar de cómo el cristianismo les oprime (preferentemente haciendo alusión a todos esos pobrecitos paganos quemados en las hogueras de la Inquisición).
¿Qué necesidad hay de pavonearse con la religión por bandera? ¿Acaso somos mejores que nadie?
Si lo único que queremos es mostrar que somos “diferentes”, lo que en el fondo buscamos es una sensación de superioridad (es curioso cómo todo el mundo piensa que sus cualidades son mejores que las de los otros, viendo dualidad en lugar de complejidad). No sirve de nada repetir a voz en grito que somos wiccanos, para luego comportarse como niños inmaduros, que se cuelgan el pentáculo al cuello como una medalla, sólo para que la gente lo vea.
Qué triste utilizar algo tan personal, tan profundo y tan mágico como es un camino espiritual como un medio para jactarse y esconder nuestras inseguridades.
En el término medio está la virtud. La religión es algo muy íntimo, que cada cual lleva en su interior y refleja en su vida a su propia manera.
No tenemos que escondernos, tenemos que estar orgullosos de ser como somos, de haber llegado a dónde hemos llegado y ser capaces de seguir avanzando.
A los verdaderos wiccanos no nos hace falta fanfarronear de serlo, porque sabemos lo que realmente importa y lo que no, y sabemos que lo esencial no se ve a simple vista.
martes, 29 de mayo de 2007
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