Luego supe su nombre, aunque eso es lo de menos. Era una mujer mayor, con el pelo teñido de negro recogido una trenza, los ojos muy abiertos, como perpetuamente sorprendidos, y una voz de acento dulce. La encontré por casualidad en una iglesia, mientras yo paseaba admirando la arquitectura y la iconología de las imágenes, y ella oraba ante un San Antonio de Padua rodeado de flores.
Era una ferviente católica, con una profunda fe en sus convicciones, no una fe inculcada, sino nacida de su interior. Tenía muchas experiencias a las espaldas, y sus motivos eran tan buenos como los que más.
Me habló de sueños, y de visiones. Me contó historias detalladas y precisas, con nombres, fechas y lugares. Su narración me introducía en su mundo, mostrándome su forma de ver las cosas, un punto de vista que nunca habría podido conocer. Sus descripciones hacían volar mi imaginación. Habló de imágenes en las nubes, de vírgenes y dragones arrojando fuego, de nieblas y sufrimiento, de maremotos y volcanes... y fue capaz de transmitirme la manera en que, todo eso, para ella cobraba sentido.
Al tiempo nos despedimos, le di las gracias y ella me regaló un pan, de varios que le habían dado en la iglesia por ser el día de San Antonio.
No llegó a saber que yo no compartía sus creencias, pero creo que sí supo que la escuché de verdad, comprendí lo que sentía, y sus historias me dieron algo insospechado.
Compartimos, por un rato, ese mundo suyo del que yo desconocía tanto. Y recordé algo que tenía medio olvidado.
Las enseñanzas pueden aparecer donde menos lo esperas, y las palabras de los desconocidos pueden ser tan certeras como un oráculo.
lunes, 16 de junio de 2008
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