Todo a nuestro alrededor nos presiona tanto, y tan constantemente, para que vayamos más deprisa, cada vez más deprisa, que a veces, por más que nos movamos hacia adelante, nos parece que estamos bloqueados.
No nos dejemos convencer por el ritmo de aceleración constante que nos imponen: si seguimos nuestra propia senda, bien podemos exigir que nada nos impida recorrerla a nuestra propia velocidad, ni variarla según el momento en que nos encontremos. A veces necesitaremos, o querremos, ir más deprisa, a veces aminoraremos la marcha para ver mejor dónde pisamos.
Que no nos convenzan de lo contrario, por más que nos empujen a acelerar y acelerar.
Bajar el ritmo no es detenerse, y tropezarse no es caer.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
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