Pero retrocedamos por un momento a hace tres mil, cuatro mil años. Cuando nada se sabía de física, y muy poco de biología. Cuando la noche estaba llena de terrores, y no era el menor de ellos el miedo a que la oscuridad no acabase nunca y el frío reinase para siempre. Cuando un invierno demasiado largo significaba hambre, miseria y muerte.
Es mirando con esos ojos con los que comprenderemos de verdad el poder del sol, la importancia de la luz, la belleza y la esperanza que llegan con el amanecer.
Hoy enciendo la llama en el ocaso y la mantengo ardiendo hasta el alba, sabiendo exactamente a qué hora llegará, y sabiendo que cada día a partir de ahora las horas de luz irán aumentando, y disminuyendo las de oscuridad. Porque hoy sé de la inclinación del eje terrestre, y conozco la existencia del movimiento de traslación que sigue el planeta alrededor del sol.
Pero, ajeno a todo eso, el fuego arde, como ardía hace miles de años, ahuyentando mis temores, y alimentando mis esperanzas. Enseñándome de otra manera, inculcándome con un convencimiento más emocional que racional, la certeza de que mañana volverá a salir el sol.
2 comentarios:
Igualmente, Sibila! Esperaremos cada día al Sol con los brazos abiertos, aunque noches tan gélidas como esta parezcan interminables.
Esperando estamos... Aprovechemos mientras tanto para descansar y reflexionar, para escuchar la lluvia tras los cristales o el susurro de la nieve. El invierno también nos trae sus dones. Que los disfrutes. :)