Vamos con una obviedad: Las normas existen por algo.
No surgen porque sí, sino que, por lo general, tienen un sentido, responden a una necesidad de regular determinados comportamientos que es necesario mantener, o de castigar otros que son disruptivos o problemáticos. La mayor parte de las normas que rigen una comunidad tratan de responder a las necesidades de sus miembros, facilitar la convivencia y las relaciones entre ellos, minimizar las disputas y, en caso de que se den, resolverlas de forma justa. No importa si es un patio de vecinos, una clase de parvulitos, una pandilla de amigos, un equipo deportivo, una comunidad religiosa, una asamblea de concejales o el conjunto entero de habitantes de un país, cualquier grupo de seres humanos necesita guiarse por una serie de reglas, implícitas o explícitas, que ayuden a sus miembros a orientar sus acciones en la dirección adecuada para obtener el mayor bien general posible.
Esto no quiere decir que no hayan existido (y existan) leyes injustas, redactadas para favorecer los privilegios de una minoría o para dejar fuera a otras, normas estúpidas o arbitrarias creadas para legitimar caprichos de algún gobernante, o reglas trasnochadas que dejaron de tener sentido hace tiempo y permanecen por la fuerza de la costumbre, limitándonos en lugar de ayudarnos. Pero, en su conjunto, podemos aceptar con bastante seguridad que, si algo se convirtió en norma sancionada, es porque tenía alguna utilidad.
Y esa utilidad puede haberse reducido o desaparecido con los avances de la ciencia, la sociedad o la cultura, pero también puede permanecer intacta, sólo que nunca nos hemos parado a pensar cuál será, acatando la ley o rebelándonos frente a ella como una imposición, sin comprender de dónde viene y a qué responde.
Ceñirnos a las normas al pie de la letra y enfrentarnos a quienes no las cumplen o no se rigen por ellas simplemente porque sí puede ayudarnos a convivir, pero también puede alienarnos, coactar nuestra libertad e impedirnos madurar. Saltárnoslas simplemente porque sí puede darnos ventajas, pero también puede causarnos graves perjuicios, o causárselos a otras personas. Rebelarnos contra la autoridad llevando la contraria en todo es tan infantil como obedecer ciegamente.
Lo que precisamos es entender el espíritu de la ley, no su letra, tratar de comprender de dónde vienen las normas, porqué se crearon en primer lugar, si son impuestas o consensuadas, si están anquilosadas o han evolucionado, y, sobre todo, a qué necesidades de la comunidad dan respuesta. Intentar regirnos por nuestras propias reglas, pero tomando como base las comunes, e intentar que éstas sean flexibles y razonables, las mejores posibles, las más adecuadas para uno mismo y para todos.
lunes, 28 de junio de 2010
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