Junto a mi puerta, al lado del rosal, hay una parra. El año pasado descubrí que producía uvas negras cuando ya era tarde para recolectarlas, casi todas se secaron, y los lagartos, pájaros y hormigas se alimentaron con el resto, como sin duda llevarían haciendo desde mucho antes de que yo llegara. Este año cuidé y regué la planta desde que empezó la primavera, y protegí los racimos, que crecieron hermosos y en gran cantidad. La semana pasada recolecté la mayoría de ellos, dejando unos cuantos para que los animales puedan comer.
En la ladera de enfrente, por donde suelo salir a pasear, crecen varias higueras salvajes, que con los calores del verano se han llenado de gordos y dulces higos, muchos más de los que puedo comer, e incluso regalar. Ayer recogí parte de los frutos, con la intención de hacer mermelada para el invierno.
Muchas veces plantamos semillas casi sin darnos cuenta de lo que estamos haciendo. Sembramos palabras y consejos en la mente de otros, realizamos acciones que se quedan enterradas largo tiempo hasta que las circunstancias son las adecuadas para que germinen. Cada uno de esos frutos es un regalo inesperado, pero no debemos olvidar que sigue siendo la consecuencia de nuestras propias causas, que no se nos entrega porque sí, y que, si bien podemos recolectarlo y disfrutarlo, es necesario que algunos frutos sigan en las ramas para que, al caer a tierra y pudrirse, produzcan nuevas semillas que, quién sabe cómo y cuándo, nos aportarán también dulces cosechas.
lunes, 16 de agosto de 2010
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2 comentarios:
Se ven preciosos!
De sabor están aún mejor. ^^