No sé si es la sociedad actual, o el ser humano propiamente dicho, pero a veces me da la impresión de que se valora la apariencia cada vez más por sí misma, no ya porque sea señal de algo, sino simplemente por ser... bueno, aparente.
No es que sea nada nuevo, el caso es que últimamente lo veo por todas partes, y me da qué pensar.
Es una tendencia muy extendida, pero estos días me ha llamado la atención especialmente en el campo de los productos de estética. Alcanza su máxima expresión en cualquier anuncio de cremas, jabones, maquillaje o potingues varios: que recuerde ahora mismo, he visto productos con oro, caviar, seda, extracto de perla... ¿veis el patrón? Evidentemente, la gran mayoría de esos productos han sido testados farmacológicamente y, si bien no producen exactamente los efectos que promete la publicidad, tampoco es que dañen la piel. Pero qué casualidad que el oro y el caviar, además de ser muy caros y (por tanto) exclusivos, también tengan interesantes propiedades para el bienestar del organismo, más que, por ejemplo, el estaño o las judías verdes. O que las tengan las secreciones de una ostra (que es al fin y al cabo lo que son las perlas) pero no las de una almeja. ¿O no?
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Se llama
efecto de halo, una especie de "atajo mental" propio de nuestro cerebro por el cual agrupamos todas las características que percibimos de una misma cosa y las evaluamos en conjunto partiendo de lo que sabemos de una sola de ellas, normalmente la primera que conocemos o la más llamativa. Si lo primero que percibimos de alguien es belleza física, tenderemos a encontrar a esa persona más simpática, agradable, e incluso más inteligente que a otra menos agraciada. Si escuchamos primero una voz chirriante y desagradable a nuestra espalda, al presentarnos a esa persona la encontraremos menos atractiva, menos simpática.
De la misma forma, si el oro, las perlas o la seda están ya catalogados en nuestra mente como algo hermoso, escaso y valioso, asociamos esas mismas cualidades a los productos que los contienen y los utilizamos, porque queremos tenerlas también.
La espiritualidad adolece también de su propio efecto de halo. Tendemos a considerar a las cosas llamativas, exóticas, inusuales o desconocidas, como más deseables, más fascinantes, más "mágicas".
Nos parece más sabio alguien que se autotitula maestro, con túnica bordada y amuletos arcanos, hablando con palabras que no entendemos, que un amigo en vaqueros que se exprese en un lenguaje llano y comparta con nosotros su aprendizaje sin pretender ser un experto. Consideramos los chakras y las runas signos de un enorme saber perdido, y catalogamos los cuentos infantiles de entretenimiento irrelevante. Hablamos con reverencia de la Biblioteca de Alejandría y nunca hemos entrado en la de nuestra ciudad.
Y esto también causa que algunas personas, cuando empiezan a andar una senda espiritual, traten de proyectar primero la imagen de ser diferentes, antes que preocuparse de aprender qué es lo que realmente les distingue de personas que siguen otros caminos y, sobre todo, qué les une a ellos. La apariencia antes que la esencia, porque la apariencia es lo que primero ha llamado la atención, y además es lo más fácil de conseguir, lo más fácil de copiar, ya que no hace falta saber qué significa. Los objetos y parafernalia "místicos", el lenguaje ampuloso pero insustancial, las referencias a "misteriosos secretos" sin nada detrás, e incluso el disfrazar de enseñanzas las más evidentes perogrulladas. Y después, otros muchos confunden esa apariencia con la auténtica esencia, y pierden el camino atraídos por el brillo del oropel, arrastrados por el canto de sirena del efecto de halo: "Parece que sabe, así que debe ser sabio. Si no comparte ese saber es porque no estoy preparado. Si cuando lo comparte me parece una tontería es que no lo he entendido bien, o que no soy digno".
Así que compramos la crema con partículas de oro, cuanto más cara, mejor, y reverenciamos a los maestros que nos hablan de símbolos secretos y civilizaciones perdidas, cuanto más artificiosamente, mejor. Y mientras tanto, las cremas que hacen la misma función a mucho menor precio cogen polvo en la estantería, y los verdaderos maestros y las auténticas enseñanzas se deslizan en silencio a nuestro lado y pasan de largo sin que les echemos una sola mirada.
Despreciamos los diamantes sin pulir porque los vidrios rotos brillan más.
*Sí, sé que también está la baba de caracol... de hecho, eso es también un ejemplo de efecto de halo, sólo que las cualidades a asociar son "natural", "ecológico", o "verde". Pero eso es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión. ;)