Todos cometemos errores.
Errores insignificantes, sin apenas relevancia para nadie, y errores tremendos, con cuyas consecuencias no deseadas debemos cargar, a veces, toda la vida.
Nos equivocamos por desconocimiento sobre las circunstancias o las personas, porque nos faltan datos, porque malinterpretamos los datos que nos llegan, porque no queremos ver la realidad tal y como es, porque nos falta tiempo para reaccionar adecuadamente, porque nos fallan los nervios o nos puede el temperamento, porque hablamos sin pensar, porque callamos cuando no deberíamos, porque sobrevaloramos nuestra capacidad para afrontar los acontecimientos, o la infravaloramos...
Cometemos errores de juicio y de actuación, y no siempre tenemos la capacidad de introspección y autocrítica necesaria para ser conscientes de ello.
Pero en cambio somos muy rápidos en distinguir los errores de los demás, puesto que podemos contemplar las situaciones en su conjunto, y llegamos a ser muy perceptivos cuando nuestras emociones y motivaciones no están directamente en juego. Incluso algunos podemos tener clarísimas intuiciones o pálpitos ante determinadas situaciones que involucran a personas a las que apreciamos. A veces, hasta podemos darnos cuenta de que alguien cercano va a cometer un error antes de que lo haga, y advertirle.
Sólo que esas advertencias y consejos normalmente caen en saco roto. Porque los humanos somos así, y la visión de otra persona, por bienintencionada e imparcial que sea, nunca es igual a la de uno mismo. Ni mucho menos tiene en cuenta todos esos factores viscerales que nos llevan la mayoría de las veces a tomar decisiones. Y todos sentimos que hay áreas de nuestra vida (y nuestro camino espiritual es una de ellas) en las que nadie, por querido que nos sea o respetada que nos parezca su opinión en general, tiene derecho a entrometerse.
Así que no debemos enfadarnos porque no nos hagan caso, ni regodearnos cuando resultemos tener razón, ni sentirnos culpables por no haber podido evitar el mal trago a la otra persona. Cada cual tiene su propia vida, y sigue su propio camino, y quién sabe si ese tropiezo no le habrá alejado del sendero por el que iba a perderse, o si aprender a superar ese fallo no será lo que le haga salir indemne de alguna dura prueba vital.
La vida no es fácil. Muchas veces la experiencia directa, los tropiezos y los golpes son la única forma de aprender. Y cometer errores la única forma de no volver a caer en ellos más adelante, cuando quizá ya no sean reparables, o de superar otras situaciones para las que de otra manera no estaríamos preparados.
Todos tenemos derecho a aprender. Todos tenemos derecho a equivocarnos.
lunes, 31 de mayo de 2010
viernes, 14 de mayo de 2010
[En otras palabras] Apunte interior
Ligera como el aire, sin rumbo y sin equipaje. No sé dónde estaré mañana... no sé siquiera dónde estoy ahora. Pero qué importa el destino cuando es tan hermoso el viaje.
APUNTE INTERIOR
Hoy mi vida no tiene peso alguno:
es un viento, menos que un viento, menos
que una raya de luz.
Ahora ninguno
puede serme oneroso.
No hay terrenos
resquemores debajo de mi alma.
Mi sangre es una roja armonía viva.
Estoy en armonía con la brasa y la calma,
con la voz amorosa y la voz vengativa.
Parece que mis manos no existieran, parece
que mi cuerpo nadara en un agua inocente.
Como un viento desnudo de mi corazón se mece
y hace sonar campanadas dulcemente.
Jorge Debravo
lunes, 10 de mayo de 2010
Semillas al viento
Los vientos del cambio soplan con fuerza, haciéndome volar, esparciendo mis pequeñas semillas hasta lejanas tierras fértiles que no puedo ni empezar a imaginar. Quién sabe dónde brotarán mis flores.
viernes, 7 de mayo de 2010
[En otras palabras] Reminiscencia
Por esas palabras que no esperaba escuchar, y sin embargo sonaron con el tono de un antiguo eco...
REMINISCENCIA
Un breve instante se cruzaron
tu mirada y la mía.
Y supe de repente
—no sé si tú también—
que en un tiempo
sin años ni relojes,
otro tiempo,
tus ojos y mis ojos
se habían encontrado,
y esto de ahora
no era más que un eco,
la ola que regresa,
atravesando mares,
hasta la antigua orilla.
Meira Delmar
lunes, 3 de mayo de 2010
Las ideas y las acciones (II): Heurísticos
Solemos pensar que somos personas lógicas, que tomamos decisiones racionales en la mayoría de los casos. Que antes de optar por una opción, o de darle una explicación a un hecho o a un comportamiento, sopesamos las alternativas y elegimos la más adecuada. Pero es mentira.
Los humanos no somos máquinas, no contemplamos todas las múltiples alternativas existentes ni le otorgamos el mismo valor a todas las explicaciones posibles. No estamos preparados para tener en cuenta la infinidad de factores que pueden estar influyendo en un momento dado, ni podríamos hacerlo sin que el proceso de razonar se volviera lento e ineficaz.
Así que usamos heurísticos.
Pero estos "atajos mentales" no nacen en el vacío. Dependen de nuestra cultura, de nuestra educación, de nuestra experiencia. Todo el tiempo tomamos decisiones basadas en datos que no tenían por qué ser correctos cuando los interiorizamos, o que pueden haber dejado de ser correctos con el tiempo. Y si no somos conscientes de ello, es fácil optar por la solución equivocada, o no llegar siquiera a percibir los nuevos datos que contradicen nuestra idea previa, de forma que habrán cursos de acción que no nos plantearemos como posibles, cuando podrían ser los más adecuados.
Tener una mente abierta no consiste en aceptar cualquier idea que nos propongan, sino en luchar contra nuestros propios heurísticos y examinar todas las posibilidades, incluso aquellas que van en contra de nuestras creencias e ideologías, pero especialmente aquellas que, por ir en su favor, nos gustan nada más conocerlas, puesto que eso significa que estamos predispuestos a aceptarlas, no por su valor o fiabilidad intrínsecos, sino porque encajan cómodamente con lo que ya tenemos interiorizado y no requieren esfuerzo a la hora de ponerlas en práctica.
Actuar conforme a lo que dicte la conciencia requiere primero de un examen de esa misma conciencia, que nos dé garantías de que no tratamos de esconder nuestros prejuicios o de evitar cambiar nuestra cómoda estructura mental, escudándonos en valores que asumimos como propios sólo porque justifican lo que deseamos.
Los humanos no somos máquinas, no contemplamos todas las múltiples alternativas existentes ni le otorgamos el mismo valor a todas las explicaciones posibles. No estamos preparados para tener en cuenta la infinidad de factores que pueden estar influyendo en un momento dado, ni podríamos hacerlo sin que el proceso de razonar se volviera lento e ineficaz.
Así que usamos heurísticos.
Pero estos "atajos mentales" no nacen en el vacío. Dependen de nuestra cultura, de nuestra educación, de nuestra experiencia. Todo el tiempo tomamos decisiones basadas en datos que no tenían por qué ser correctos cuando los interiorizamos, o que pueden haber dejado de ser correctos con el tiempo. Y si no somos conscientes de ello, es fácil optar por la solución equivocada, o no llegar siquiera a percibir los nuevos datos que contradicen nuestra idea previa, de forma que habrán cursos de acción que no nos plantearemos como posibles, cuando podrían ser los más adecuados.
Tener una mente abierta no consiste en aceptar cualquier idea que nos propongan, sino en luchar contra nuestros propios heurísticos y examinar todas las posibilidades, incluso aquellas que van en contra de nuestras creencias e ideologías, pero especialmente aquellas que, por ir en su favor, nos gustan nada más conocerlas, puesto que eso significa que estamos predispuestos a aceptarlas, no por su valor o fiabilidad intrínsecos, sino porque encajan cómodamente con lo que ya tenemos interiorizado y no requieren esfuerzo a la hora de ponerlas en práctica.
Actuar conforme a lo que dicte la conciencia requiere primero de un examen de esa misma conciencia, que nos dé garantías de que no tratamos de esconder nuestros prejuicios o de evitar cambiar nuestra cómoda estructura mental, escudándonos en valores que asumimos como propios sólo porque justifican lo que deseamos.
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