Vivimos con prisa. Lo hacemos todo a la carrera, como si cada segundo no ocupado fuera un segundo malgastado. Hacemos como mínimo dos o tres cosas a la vez, o nos parece que estamos "perdiendo el tiempo". Trabajamos deseando que se acabe la jornada para salir a escape, y entonces corremos de un lado a otro, siempre haciendo cosas, siempre ocupados. Aprovechamos los trayectos del metro o del bus para mandar mensajes o jugar con el móvil. Aprovechamos el mero hecho de caminar por la calle para escuchar música en el mp3. Aprovechamos que tenemos que sentarnos a comer para ver la tele, o que estamos en el salón viendo la tele para hablar con la familia. Y cuando llega el fin de semana y quedamos con nuestros amigos, tenemos que ir de bares, o al cine, o a cenar a un sitio nuevo, o de compras, o lo que sea; siempre una actividad como excusa en lugar de limitarnos a estar juntos, sin obligaciones, y disfrutar de nuestra mutua compañía.
Y sin embargo, a pesar de todo este ajetreo, a la larga nuestros días se nos hacen monótonos, todo es repetivivo, y ya no recordamos si fue anteayer o el día anterior cuando nos encargaron esa tarea, o si vimos a Fulanito el lunes o el martes. Los momentos se mezclan, las experiencias repetidas se confunden, la memoria se enturbia y nos juega malas pasadas. Normalmente no relacionamos una cosa con otra, pero tienen mucho que ver.
Cuando apreciamos realmente los momentos vividos, por sí mismos, éstos adquieren un brillo especial. Cada amanecer tiene una belleza diferente, cada comida un sabor particular. Los encuentros con las personas y las conversaciones que no están llenas de lugares comunes nos aportan cosas nuevas cada vez, aunque hablemos de los mismos temas. Y esos momentos, todos distintos, todos únicos, se nos quedan en la memoria, y se encadenan unos con otros, de manera que cuando escuchamos de verdad esa canción o volvemos a percibir ese aroma, nos acordamos de cada uno de ellos... incluso cuando con el paso del tiempo los detalles menores empiezan a difuminarse, la sensación no desaparece, y enriquece cada momento posterior.
Quizá deberíamos quejarnos menos de nuestros olvidos, y empezar a hacer de cada día algo digno de recordar.