Como muchos sabréis, Vesta era la diosa romana bajo cuya protección se encontraba el hogar. Siempre pura y virgen, pero a la vez valedora de la familia, su culto fue de los más poderosos del Imperio, y uno de los pocos que estaba constituido únicamente por mujeres.
En aquellos tiempos, el hogar y la familia se organizaban en torno al fuego (de hecho, la palabra hogar proviene de
focāris, derivada de
focus, fuego), así que el fuego era el principal símbolo de Vesta, y la principal tarea de sus sacerdotisas, custodiarlo.
Porque Vesta también protegía el hogar de todos los ciudadanos, el propio Imperio. Y para servir a una de las grandes Diosas de Roma no se podía elegir a cualquiera...
Según uno de los primeros historiadores de Roma, Quinto Fabio Píctor (siglo III a.n.e.), el Pontífice Máximo (Pontifex Maximus) debia reunir a veinte vírgenes patricias y seleccionar entre ellas a las seis vestales. Cuando elegía a cada una, le dirigía esta palabras: “Te tomo amada y te constituyo sacerdotisa de Vesta, de acuerdo con las sabias prescripciones legales, para que ejerzas en provecho del pueblo romano las sagradas funciones que competen al sacerdocio de Vesta”. Entre los requisitos que debían cumplir para ser elegidas, estaban los de contar con una edad de entre seis y diez años, no padecer ningún defecto físico, no ser huérfanas de ambos progenitores y, por supuesto, ser vírgenes. Una vez seleccionada, era acompañada hasta la Casa de Vesta, donde permanecería durante treinta años, siendo recibida en ella por la Virgo Vestalis Maxima.
Desde ese momento comenzaba la educación de la nueva vestal. Los primeros diez años se dedicaban al aprendizaje del culto a vesta y de sus nuevas funciones; los diez siguientes eran los de servicio, cuidando la llama sagrada y participando en las ceremonias religiosas; por último, los diez años restantes se dedicaban al pupilaje de nuevas vestales. Pasado este periodo de tiempo, podían abandonar el templo y casarse si lo deseaban, aunque la mayoría decidía quedarse, debido al privilegiado estatus del que gozaban.
Ser elegida como vestal era sin duda un gran honor, al que sólo podían aspirar las jóvenes de buena familia. Pero también conllevaba cumplir variadas obligaciones... y severos castigos si éstas eran rotas.
De esas obligaciones, y de las contrapartidas que obtenían estas sacerdotisas, hablaremos en la próxima ocasión.
Texto extraído del artículo:
Las vestales, guardianas del fuego sagrado de Roma, firmado por S. C.
Publicado en la revista Memoria: La Historia de cerca, nº XIII, Noviembre de 2008