lunes, 21 de enero de 2008

Ni calvo ni con tres pelucas (II): Humildad e hipocresía

Hablé el otro día de las imposiciones absolutas que aprendemos en la niñez, y de cómo, si de mayores no logramos superarlas y cambiar nuestra manera de responder ante los estímulos de una manera más racional y menos automática, nos acaban dando problemas.

Hoy voy a centrarme en uno de estos absolutos, que la mayoría de las veces ni siquiera nos han explicado, pero que está grabado a fuego en muchos de nosotros: Hay que ser humilde, no debemos presumir de nada. Decir cosas buenas de uno mismo está muy feo.

Es difícil, puesto que recibimos mensajes muy contradictorios: debemos ser humildes, que es lo que está bien visto, no debemos presumir de las cosas buenas que tenemos, aunque sean cualidades que hemos cultivado durante años y que nos gusta tener. Y mucho menos si son cualidades que, en el fondo, consideramos dignas de admiración, que consideramos que nos destacan entre los demás, nos hacen “especiales”.

A determinadas edades (especialmente en la adolescencia, aunque hay muchas personas que lo hacen durante toda su vida) tratar de ser especial, es muy importante. Pero no basta con que consideremos que tenemos algo que nos hace diferentes al resto, puesto que deben verlo todos, deben de ser los demás quienes nos consideren notables. Y, ¿cómo hacemos para que se nos considere de esa manera, si debemos ser humildes? Hay varios sistemas, pero todos coinciden en el resultado final: Oir de la boca de los demás lo que nosotros no podemos decir en voz alta porque la educación que nos han dado nos lo impide. Una forma de hacerlo es llamar la atención sobre las características positivas que uno considera que posee, negando poseerlas: Es el caso de la muchacha delgada que se queja de que tiene mucha tripa, o la guapa que pregunta “¿No me ves demasiada nariz?”. También se pueden resaltar estas características minimizándolas: “Sí, es cierto que saqué buenas notas, pero hay otras cosas más importantes”, o, si se reconocen, haciéndolas pasar como algo casual: “Es que tuve suerte”, “Yo no me cuido nada, es mi metabolismo”, o comparándose con otras personas con diferentes cualidades o mayor grado de las mismas: “Yo soy guapa, pero Fulanita es más inteligente”, o “Saqué muy buenas notas, pero Menganito sacó más que yo”.

Un caso especial es aquel en el que se insinúa que el saber algo que consideramos bueno de nosotros mismos no nos gusta, que realmente no creemos que tengamos esa cualidad, pero se abruma al interlocutor con historias, quitándoles importancias con expresiones como “pero es casualidad”, “yo no creo que sea importante”, “seguro que no tiene nada que ver”, pero llenando el relato de detalles (ya sean reales, sacados de contexto o medio imaginados) que sólo se explican dando por hecho que realmente poseeemos esa cualidad. Es hacer de abogado del diablo de nosotros mismos, acusándonos para que la otra persona, al tratar de responder a esas acusaciones, acabe diciendo lo que nosotros queremos que diga. Contar, por ejemplo, que no te consideras un hombre atractivo, por eso no entiendes que el sábado cinco chicas diferentes se acercaran a ligar contigo, y qué será lo que vieron, porque no es posible que te vean guapo, y eso es muy extraño, como lo de la vez que la cajera del supermercado te dio su número de teléfono, o cuando esa compañera de trabajo se pasaba por tu mesa diez veces al día con diferentes excusas… terminando con un “Yo no le veo explicación…” y esperar a que sea el otro el que, guiado a la única justificación posible, sea el que te diga que las mujeres se vuelven locas por ti.

¿Por qué le doy importancia a esto? Os preguntaréis. ¿Es que creo acaso que la excesiva importancia que se da a la humildad es debida a la influencia cristiana y los paganos deberíamos ignorarla? Pues no. El exceso de humildad como virtud es una imposición cultural, no religiosa. Está más relacionado con “lo que está bien visto” que con “lo que está bien”. Y en la sociedad en que vivimos, nos lo inculcan a todos, desde niños. Lo que tenemos que hacer es madurar y saber cuándo hablar bien de nosotros mismos es presunción y cuándo es autoestima. Y dejar a un lado la hipocresía.

Y, sobre todo, que la próxima persona que no tenga la suficiente inteligencia o madurez para haber superado la fase “quiero ser supermegabruja” preadolescente y me insinúe que le han pasado cosas “muy raras” tratando de que yo le diga que es “especial” o “tiene dones”, no se extrañe si, en lugar de contestarle lo que quiere oir, me doy la vuelta y le dejo con la palabra en la boca. El que avisa no es traidor.

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