miércoles, 16 de enero de 2008

Ni calvo ni con tres pelucas (I): Absolutos

Muchas cosas que nos inculcan de pequeños son valores absolutos: Es una estrategia cómoda y práctica. No se puede explicar a un niño cuya lógica todavía está desarrollándose, los motivos por los que algunas cosas están prohibidas, otras mal vistas, otras permitidas y otras aplaudidas. No se le puede explicar a un niño la sutil diferencia entre “Esto está bien hacerlo en una amplia mayoría de los casos aunque no en todos” y “Esto es bueno”. No tiene demasiado sentido explicarle detenidamente a un niño de dos o tres años cómo funciona su sistema digestivo y la acumulación de energía en sus células, y, por tanto, por qué debe comer muchas espinacas y pocas gominolas. Es mejor decirle que se termine todo lo del plato o no comerá postre, o que piense en los niños pobres que no tienen nada que llevarse a la boca.

E igual pasa con los modales y la ética. Es más rápido y más fácil decir “No digas nunca palabrotas” que explicar por qué una palabra malsonante no debe ser pronunciada en unos determinados contextos, mientras que en otros es aceptable. Así que acabamos rigiéndonos por una serie de normas absolutas que nos han inculcado sin posibilidad de discusión: Hay que ser amable, diplomático, firmes en las opiniones, humildes… y otro montón de cosas. Aunque haya momentos en que lo más indicado fuese no ser amable, sino no dejarse avasallar; no ser diplomático, sino sincero; no tener una opinión férrea, sino dudar de nuestras convicciones; y no ser humilde, sino apreciar nuestras buenas cualidades.
Pero lo peor es que, a pesar de que tratar de ser lo segundo (cuando sea adecuado) sin dejar de ser lo primero (que es lo bueno y lo correcto según nos dijeron siempre) puede llegar a rallar en la esquizofrenia, al final es la solución que la mayoría tratamos de adoptar.

Y así nos vemos, tratando de expresar nuestra forma de ser, de hacer lo que consideramos más correcto, pero luchando constantemente contra normas absolutas que nunca nos dijeron que no eran más que valores relativos. Nunca nos enseñaron de niños que, en determinadas circunstancias, vale más analizar la situación y responder en consecuencia, que tratar de aplicar una solución general, válida para muchos casos, pero, quizá, no en éste en concreto. Eso tenemos que aprenderlo solos, equivocándonos una y mil veces, según nos hacemos mayores.

Y, sin embargo, las viejas leyes escritas en piedra siguen en nuestro interior, y muchas veces acabamos cambiando una norma inflexible por la contraria. O acabamos queriendo llevar la contraria, hacernos valer, decir lo que realmente pensamos, presumir de lo que somos o tenemos… pero sin atrevernos a hacerlo realmente. Y alcanzamos el precario punto medio de ser diplomáticos con los que nos imponen respeto e impertinentes con los que consideramos subordinados, de ser amables con quien creemos que va a tenérnoslo en cuenta, y desconsiderados con quien no nos importa que se queje, de ser humildes a la hora de hablar de nosotros mismos… y tratar de influir en los demás para que nos digan los maravillosos que somos.

Ningún absoluto es bueno, pero el pretender haber escapado de ellos cuando en realidad la dicotomía moral de un niño sigue gobernando nuestra vida, es aún peor.

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