domingo, 5 de agosto de 2007

Mentes abiertas

El problema de tener una mente abierta es que la gente se empeña en llegar y tratar de poner cosas dentro

Terry Pratchett, Cavadores
(El éxodo de los gnomos, II)

Parece que en los tiempos que corren, la gente tiene miedo a parecer “intolerante” por decir a los demás que no comulga con sus ideas. He escrito aquí decenas de veces (probablemente sea una de las cosas que más repito) que todas las creencias merecen un respeto. Y ahí está la clave: las creencias. Una creencia es algo personal e intransferible, que ayuda a una persona a definirse, a encontrarle un sentido a su vida, a sobrellevar los malos momentos o a realizarse como individuo. Y, por definición, es imposible demostrar su certeza o su falsedad, es simplemente una cuestión de fe.

No hay creencias más válidas que otras, excepto en el sentido concreto de que hay sistemas filosóficos, religiosos o morales que “encajan” mejor con la forma de ser de una persona concreta. Lo que es otra forma de decir que hay creencias más válidas para cada uno, pero en ningún caso es algo generalizable.

Normalmente, cuando alguien te acusa de tener la mente cerrada, es porque no puede convencerte de algo: “Yo conozco la Verdad Única y Absoluta, y si tú no la ves, es porque tienes la mente cerrada”. Pues es curioso… pero yo juraría que insisitir en que sólo existe una Verdad, y quienes no creen en ella están todos equivocados es un síntoma de mente cerrada más que el dudar de la existencia de dicha Verdad Absoluta.

Y no quiero decir que dudar de todo sea bueno, o que no debamos atrevernos a defender nuestra postura cuando creamos que algo es cierto. Hay cosas de cuya veracidad podemos estar razonablemente seguros. Cosas que están comprobadas y contrastadas. ¿Que es posible que, en un futuro, cuando conozcamos más sobre nuestro universo y las leyes que lo rigen, algunas de esas cosas se revelen incompletas? Por supuesto. Y para eso sirve la mente abierta, la mente inquisitiva. Para analizar las nuevas ideas que nos lleguen, ponerlas en relación con lo que ya sabemos, contrastarlas con otra información, y decidir si se trata de una idea interesante o una estupidez.

En cuestiones de fe, el proceso es similar. Sólo que, en lugar de preguntarnos “¿es esto cierto o falso?”, nos preguntamos: “¿es esto bueno para mí y mi forma de ver la vida?”. Habrán creencias que, de puro ajenas a las nuestras, nos resulten irreales, extrañas, o ridículas. Pero eso no las hace menos válidas para aquellos que las profesan. No somos nadie para juzgar lo que hace dichoso a otra persona, y mucho menos para tratar de convencerle de que cambie su forma de ver las cosas.

Y, por supuesto, nadie es quién para tratar de convencernos de que seamos de otra manera. Pueden aportarnos argumentos, ya sea sobre hechos o sobre creencias, pero sólo nos corresponde a nosotros decidir si esos argumentos son válidos, veraces o encajan en nuestra vida. Aceptar sin más las cosas que te digan no es tener la mente abierta, es no tener ideas propias.

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